Daniel “Tattoo” Rivarossa (56) está en el entrepiso de su “santuario”, su local comercial ubicado en pasaje Newton al 1800 (plaza Cívica), en plena sesión artística. 

Desde la entrada puede verse su cabellera teñida de un celeste chillón y sin quitar los ojos del brazo que está interviniendo dice con su aguardentosa voz:

- “Subí, loco”. 

Ingresar a “El inmortal Tattoo club”, como ha denominado a su local, es una experiencia en sí misma. Con una ambientación que mezcla elementos y estilos de diferentes épocas, uno no puede dejar de mirar los muebles, pinturas, juguetes, cráneos, espejos, fotos antiguas y esculturas de las más diversas formas que hacen voltear la mirada a diestra y siniestra.

Ya en el entrepiso, “Tatto” se encuentra dibujando en el antebrazo de un joven un considerable león en un estilo black and grey (negro y gris) con técnica de arrastre.

Historias - Tattoo

“Bienvenido a mi santuario”, dice con una sonrisa. “Todo lo que ves tiene una conexión conmigo. Traje todos los juguetes que tenía en mi pieza y los esparcí por todo el local. También hay muebles de mi vieja y la inspiración está en ella”, destaca.

Sobre la escalera que lleva al entrepiso se descubre un retrato oval de Cecil Newton, el famoso exdirector de la Escuela Normal "Nicolás Avellaneda", cuya mirada se posa justo sobre el pasaje que lleva su nombre.

Mientras trabaja, “Tatto” habla de su historia: la de un niño adoptado por piamonteses a los que recuerda con mucha ternura, al igual que a sus abuelos y tíos; las tradiciones, vivencias y aquellas comidas campestres. Y aunque su adolescencia considera que no fue fácil por ser “la oveja negra de la familia”, el arte en sus diferentes expresiones siempre estuvo presente para salvarlo.

“Llevo 31 años tatuando, tenía 24 cuando até mis primeras agujas”, comenta. Le digo que no aparenta la edad y responde como un sabio maestro oriental: “Soy lo que me enseñaron y traté siempre ser de verdad, de alimentarme y consumir cosas que me hacen bien y creo que es así, tratar de vivir sin problemas. Últimamente estoy totalmente enfocado en mi profesión, en el trabajo y por eso que a lo mejor me ven más joven. Mi cabeza no se ocupa de otra cosa”, confiesa con una sonrisa.

"Tattoo" en su santuario.
"Tattoo" en su santuario.

Su pasado, presente

Daniel es el único hijo en una familia de piamonteses, Olga y Roderico, matrimonio que administraba una mercería.

De aquellos años asegura mantener esas raíces de la buena alimentación y la vida más alejada de la ciudad. Es por ello que desde hace tiempo reside en Josefina rodeado de sus perros y gallinas.

“Con el tiempo me fui dando cuenta de que ellos -por sus familiares- tenían razón en muchas cosas. Por eso se ve que fui a Josefina para mantener esa costumbre de comer los domingos en el campo. Me gusta cocinar y a veces sorprendo a mis amigos con comidas que hacían mis abuelas”, sostiene. Y se emociona al momento de recordar a sus seres queridos: “Es una forma de acordarse de lo que fueron ellos y de la gente mayor, que hoy se ha perdido ese respeto. Me acuerdo de mi mamá, de mis abuelas, de mi tío, tengo todos esos recuerdos tan vivos y tan dentro mío que son mi felicidad, son a lo mejor esos recuerdos los que me hacen tatuar”, admite con lágrimas en los ojos.

- ¿Qué pasó cuando esa familia piamontesa supo que ibas a ser tatuador?

- Mi mamá me bancó todo, fui la oveja negra de la familia, fui el maldito de ese tiempo. Soy de esas personas que estuve al borde de un montón de cosas, pero siento que mis viejos me salvaron y por eso los amo y los extraño muchísimo. Yo empecé a fumar porro a los 17 años y hoy es algo normal. Cuando era chico, a los 12 vivía acá cerca. Donde está mi local era un campito, veníamos a jugar al fútbol. Ahora tatúo en el lugar donde jugaba al fútbol, entonces por algo estoy acá. El arte siempre estuvo rondando en mi vida, no sé cómo explicarlo, quizás en otras vidas fui un chamán (ríe). Pero a mí esas cosas me hacen saber lo que soy, medio un guerrillero, un nómade, no molesto a nadie pero no me gusta que me molesten.

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Marginal

Con los años el tatuaje ha ido saliendo de su lugar más marginal para pasar a ser cada vez más aceptado, deseado, legitimado y reconocido. Pero a comienzos de los ‘90, la realidad en San Francisco era otra y aquellos que desandaban ese camino eran mirados de reojo.

En este sentido, Rivarossa recuerda: “Éramos los marginales, los drogadictos, no entendía la gente. A mí me enseñó un preso a atar las agujas, le fui preguntando. Pero yo no hice eso, empecé a desarmar esa técnica y a poner un poco de ingenio, fui poniendo mis cosas, puliendo lo que se sabía porque en esa época no había internet, no había nada”.

“Y de a poco -sigue- fue abriéndose la cosa y cuando menos nos dimos cuenta, el arte invadió las calles y pasó a ser algo que todo el mundo es tatuador. En San Francisco calculo que hay alrededor de 80 tatuadores, entonces ¿qué pasó? No era tan inmoral eso que yo hacía cuando empecé casi solo”.

- ¿Sentiste discriminación por estar en ese mundo del tatuaje en aquella época?

- Me han pasado situaciones de discriminación, pero nunca las sufrí. No me importaba lo que decían o lo que fueran a decir. Pero al final no éramos tan marginales. Antes me perseguía mucho, porque la Policía te veía y te decía ‘vos sos tatuador’ y te paraban. Pero no soy delincuente. Hoy me paran y no pasa nada, terminamos amigos (lanza una carcajada).

- Dijiste que hay unos 80 tatuadores en San Francisco, ¿qué opinás de esa movida?

- Veo que se formó una profesión, como la de un mecánico. Hay mucha gente joven, yo cuando era chico nadie me daba trabajo, entonces estos chicos son autónomos, ser tatuador significa arreglártelas solo, invertir y hacerte conocer. Estoy contento por eso y aunque tengamos nuestras diferencias somos todos tatuadores y nuestro arte es esto, lo que yo brindo, lo que brindan mis amigos, y estamos en un nivel muy bueno de trabajos.

- Y dentro de ese grupo, ¿te sentís un poco referente?

- No, me siento que soy el más viejo, el que puede hablar con algo de autoridad por las cosas vividas porque no había ningún tatuador cuando empecé. No creo que sea el primero ni el mejor, nunca me interesó eso. Sí me siento con cierta autoridad para decir si una pieza es buena y porqué eso queda bien o queda mal. No soy ningún referente, hablo con mis tatuajes, por eso lucho para que cada uno sea mejor que el anterior.

La sabiduría de los años

Padre de cuatro hijos -dos varones y dos mujeres- y con tres nietas, en diferentes tramos de la entrevista “Tattoo” desliza frases propias de la experiencia vivida pero también de cierta apertura espiritual: refiere que con los años fue abriéndose al universo, a sus “intuiciones” y a las energías que siente a la hora de tatuar a una persona.

Se considera un hombre que va “para adelante” y vaticina que su mejor obra está por venir. “Creo que eso es lo que me da la vida, sacar esto de adentro mío y ponérselo a una persona, el arte. Cada vez ajusto más las tuercas para que la magia salga mejor, trato de darle perfección, soy un convencido de que el tatuaje de hoy va a ser lo más lindo que hice y el de mañana mejor al anterior”, expresa. Aunque advierte: “El día que sienta que ya mis tatuajes no son lindos, que el que hago no es mejor al anterior, me retiro”.

- ¿Y qué va a pasar ese día?, ¿qué te imaginás?

- Cuando no pueda trasladar lo que yo siento a mis manos, que mis manos no respondan a lo que les estoy mandando, cuando no haya más esa conexión ya no podré tatuar más. No me gusta colgarme de mis antecedentes, cuando pase eso me voy a poner a cocinar, que me encanta. Intenté meterme en la cocina muchas veces y tengo en la cabeza algunos proyectos.

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El sobrenombre

Curiosamente, en realidad el sobrenombre de Daniel Enrique Rivarossa no proviene de su profesión como tatuador. Lo heredó de una serie de televisión que se emitió a finales de 1970, La isla de la fantasía, que tenía un personaje llamado Tattoo.

“Cuando tenía 14 años iba a segundo año de la escuela San Martín, siempre fui petisito, me acuerdo que mi cédula decía que medía 1,45 metros. Entonces en el colegio me pusieron ‘Tattoo’ por el personaje de La isla de la fantasía que estaba de moda. Era un enano que gritaba ‘el avión, el avión’. Cuando yo caminaba por la escuela me gritaban esa frase y me quedó el sobrenombre”, revela.

Y agrega entre risas: “Algunos amigos del rubro me decían que no me podían decir Tattoo porque todos éramos tatuadores, entonces tenía que explicarles que el sobrenombre venía