Quién no fantaseó alguna vez con que de la canilla saliera vino, café con leche, una gaseosa o alguna otra bebida de preferencia. Pero no, sabemos de sobra que de la canilla no va a salir vino, por suerte o por desgracia, sino la indispensable agua potable, algo que en San Francisco hoy nos parece lo más normal del mundo. Pero que ni es lo más normal del mundo ni siempre fue así. 

Hoy en la ciudad abrimos la canilla y contamos con agua de muy buena calidad lista para beber. Eso no ocurrió siempre ni de un día para el otro, sino que tuvo una larga historia de problemas y proyectos políticos hasta que en 1948 las cosas empezarían a cambiar con la inauguración del primer y monumental acueducto que comenzó a traer el agua potable desde Villa María, lo que se continúa hasta la actualidad. Esto porque a no ser que lo descubra el satélite de Google algún día, en San Francisco no hay ningún curso natural de agua apta para consumo, por lo que aquella que usamos en nuestra vida diaria necesariamente hay que traerla de algún otro lado. 

¿De dónde sacaban antes del acueducto entonces el agua para bañarse o tomar mate, por ejemplo? ¿cómo se conseguía el agua para los usos cotidianos? Sintetizando, los vecinos y vecinas tenían que proveerse ellos mismos del agua que de algún modo debían extraer de pozos o aljibes en cada vivienda, es decir, que sacaban de la napa. Eso traía no pocos problemas sanitarios por contaminación, que se tradujeron en muertes por cólera o tifus. Y para gran parte de la población así siguió siendo hasta muchos años después del acueducto. Con el paso del tiempo la red de agua potable se fue extendiendo, se construyó un segundo acueducto y también se dispusieron picos de agua en algunos barrios, para que sus habitantes pudieran ir a buscarla hasta allí en bidones u otros recipientes.

Un repartidor de agua frente a la escuela Yrigoyen, mientras los alumnos llevan la carga en recipientes. Foto: AGM.
Un repartidor de agua frente a la escuela Yrigoyen, mientras los alumnos llevan la carga en recipientes. Foto: AGM.

Pozos en todas las casas
Quien recuerda con precisión aquellas décadas en que el agua se extraía de pozos en cada uno de los domicilios es Emilio Pons, que en julio próximo cumplirá nada menos que 105 años. 

“Teníamos un pozo y el agua estaba a ocho metros de profundidad. Yo vivía en Perú e Iturraspe, era buena el agua, pero en todos los pozos alrededor de mi casa era salada, no servía para tomar. Teníamos un aljibe, con un balde y una roldana. Cuando llovía se mandaba un poco de agua de lluvia. No le poníamos cloro ni nada, se tomaba como venía. A veces el aljibe quedaba medio corto cuando no llovía”, cuenta Pons ante la consulta de El Periódico.

“Toda el agua para lavarnos o para la cocina se sacaba con el balde. En casa habían hecho otro pozo para poner una bomba, pero no servía el agua porque era muy salada, entonces lo tuvieron que tapar. Cuando tenía más de 20 años el agua para bañarnos era la misma, habíamos puesto un caño y con una bomba a mano la mandábamos a un tanque. El baño de mi casa era instalado, con pileta, bañadera y todo”, agrega.

Pons habla de “baño instalado” porque así se llamaban aquellos que tenían un tanque y cañerías con canilla o ducha, tal como los conocemos hoy, a diferencia de aquellos que se abastecían con otros elementos como jarrones o palanganas. 

Pero ya sea con sistemas instalados o no, desde las familias más pudientes hasta las más humildes tomaban agua que se sacaba de las napas, con pozos en cada hogar.

“Todas las casas tenían su pozo. Se reservaba el agua de las lluvias en pozos revestidos con cemento. En aquella época las napas estaban bajas, nada que ver con lo que vino después. Increíblemente, a no mucha distancia se hacían los pozos negros. No había cloacas”, recuerda el ingeniero Héctor Aylagas, especialista en obras hídricas y secretario de Obras Públicas del municipio en los años 70.

El arquitecto Rafael Macchieraldo, de 87 años, detalla cómo se utilizaba la caída de techos para dirigir el agua de lluvia hacia los pozos. “Los techos de las viviendas, que en general eran de chapa inclinada, llevaban el agua de lluvia a una canaleta, que tenía una bajada. Esa bajada, a cierta altura tenía lo que se decía una cuchara. Entonces, cuando empezaba a llover se bajaba la cuchara para que no ingresara el agua con la suciedad del techo, pero después de un tiempo de lluvia se cerraba la cuchara y el agua iba a un pozo o aljibe. Eso era el suministro de agua que teníamos”, describe. 

Aylagas apunta también a un problema habitual: al no haber tanta separación entre el pozo de agua y el cloacal, los líquidos del segundo se podían filtrar en el primero. “Esos pozos negros se hacían lo más alejados posible del pozo de agua, pero siempre dentro de lo posible en una casa. No era una gran separación, yo vivía en calle Paraguay y recuerdo que no eran más de 10 o 12 metros de distancia”, asegura.

“El agua se sacaba con una roldana, que era tirada con una soga, y un balde. Incluso los pozos se utilizaban como conservadora. Se bajaba la bebida para que estuviera más fresca. El agua se tomaba como estaba”, reafirma Aylagas.

Un cartel en el Plaza Hotel advertía de un problema serio y común: escasez de agua.
Un cartel en el Plaza Hotel advertía de un problema serio y común: escasez de agua.

Enfermedades
Macchieraldo también subraya que el problema principal del agua de pozos era la salud. “La napa estaba normalmente en 13 metros de profundidad. Acá, entre la cañada Jeanmaire y la cañada Las Yeguas, hay una capa de agua bastante contaminada con arsénico. Con el agua que se tomaba en San Francisco había problemas de tifus, mucha gente murió de esa enfermedad”, detalla Macchieraldo. 

El arquitecto va más atrás en el tiempo y precisa cómo se resolvía el problema del agua en las viviendas en un lugar imprescindible como el baño. “Las viviendas no tenían baños sino excusados, que eran una construcción separada de la casa y lo más separada posible del pozo de agua. Era un pozo ciego, sin agua, y ahí se hacían las necesidades. Años después vinieron los baños instalados. Eran los baños dentro de la casa, con un tanque con agua de napa y lluvias, que era impulsada por bombas”, cuenta.

“Se cuidaba el agua como no se cuidó nunca más”, resume Macchieraldo. 

El acueducto y los picos de agua
La construcción del primer acueducto cambió la historia, pero los beneficios no fueron iguales ni inmediatos para toda la ciudad. “Se inaugura en el 48, pero presta servicio nada más en una parte de la ciudad, en la zona céntrica. Eso hasta la década del 90, cuando llega el segundo acueducto y comienza a hacerse la ampliación de las redes”, explica Arturo Bienedell, titular del Archivo Gráfico y un profundo conocedor de la historia local. 

“Por eso la llegada del agua corriente en 1948 no solucionó todo el problema sanitario. Primero porque no llegó a toda la población, por la extensión que tenía la obra en aquel tiempo. Y además porque todavía no se habían realizado las obras de desagües cloacales. Los sanfrancisqueños sacaban agua de pozos. Salía del subsuelo, se utilizaba y volvía al subsuelo. Era un agua que circulaba”, profundiza.

Ya con el acueducto y con el crecimiento de la ciudad se empezaron a poner picos de agua en distintos sectores, principalmente terrenos baldíos alejados del centro. Eran canillas públicas para ir a cargar agua potable. De hecho, todavía las hay, como en el barrio La Milka, que son también utilizadas por gente de campos de la zona. En paralelo se mantenían los pozos para otros usos, como bañarse. “La gente hacía cola con baldes o bidones para llenarlos. Por ejemplo, en el primer loteo pasando la ruta 19, en 1954, no había agua sino un pico que estaba en la esquina de Rosario de Santa Fe y avenida del Libertador. Ahí iba la gente a buscar agua y pasaron muchos años sin agua en esa zona”, recuerda Macchieraldo. 

Emilio Pons también recuerda como algo habitual ir a buscar agua a uno de los picos. “Había un pico cerca de nosotros, bah, era un zapatero que tenía un jardincito donde tenía la canilla. Ahí había agua, entonces íbamos hasta allá, le pedíamos y nos llenaba el tarro o la damajuana”, rememora.

La red de agua corriente se fue ampliando lentamente. “Prácticamente como la conocemos hoy fue a partir de los años noventa y dos mil, de ahí en adelante se planteó casi como una exigencia para cualquier barrio nuevo”, dice Bienedell.

Incluso, todavía en diciembre de 1985, una editorial del diario La Voz de San Justo cuestionaba precisamente el “despilfarro” que hacían algunos vecinos yendo a lavar sus vehículos en estos picos en la periferia que surtían de agua tan valiosa y costosa para la historia local. Entre ellos, mencionaba uno instalado en Roca y General Savio (Avenida de la Universidad), frente a la UTN. 

Hoy nos parece normal hasta baldear veredas con agua potable y el consumo en la ciudad es alto. Lo de cuidar este elemento tan valioso quizás no parece tan importante para buena parte de la población. El agua es imprescindible para la vida humana y en nuestro día a día. Quizás hoy no escasea, pero conviene saber que esto no siempre fue así. Y por eso lo principal es cuidarla, porque todavía no sabemos hasta cuándo lo será

Un jarrón y palangana, elementos habituales en los baños de otras épocas. Se exponen en el Archivo Gráfico y Museo Histórico.
Un jarrón y palangana, elementos habituales en los baños de otras épocas. Se exponen en el Archivo Gráfico y Museo Histórico.

Cólera, tifus y arsénico

El historiador local José Alberto Navarro recopiló en su excelente artículo “El agua que nos salvó del desastre”, publicado por el diario La Voz de San Justo en 2004, los quijotescos intentos en vano desde los inicios de la ciudad para obtener agua de calidad a través de distintas perforaciones y proyectos. Por mencionar solo un ejemplo, Navarro reseñó que se llegó a hacer una perforación de casi 600 metros de profundidad en la plaza General Paz, sin resultados. 

El agua que se extraía de las napas, contaminada también por los pozos negros, ocasionaba serios problemas de salud en la ciudad: cólera y tifus fueron algunas de las enfermedades que causaron cerca de un centenar de muertes. 

También se detectaban altos niveles de arsénico, con las consecuencias que ello traía. En noviembre de 1939, relató Navarro, el presidente de la Nación, Roberto Marcelino Ortiz, tuvo una breve visita de paso en San Francisco y una comitiva del Centro Comercial, Industrial y de la Propiedad le apretó las tuercas: el problema del agua era dramático (agravado en épocas de sequía) y se necesitaba urgente la construcción del acueducto, una obra que se había aprobado por ley cuatro años antes pero que ya se planificaba desde hacía 15 años atrás. 

Finalmente, en diciembre de 1940 comenzó la inmensa obra para traer el agua desde el Río Tercero en Villa María, a 160 kilómetros, y que se inauguraría, tras no pocos problemas en el medio, en 1948 con la llegada del entonces presidente Juan Domingo Perón. Otra historia comenzaba, pero para la ampliación de las redes de agua potable a los distintos barrios y la construcción del segundo acueducto todavía tendrían que pasar muchos años.