A diez años de su muerte, uno de los hijos del doctor Eduardo Abecasis, Andrés, recordó a su padre con una emotiva carta publicada en la red social Facebook.

El reconocido pediatra de la ciudad falleció un 7 de noviembre de 2007. Se desempeñó durante muchos años en la Clínica Regional del este, sin embargo también atendía diariamente a muchos padres desesperados con sus hijos a altas horas de la noche sin cobrar un solo centavo. Un verdadero ejemplo difícil de imitar por estos días.   

Por otra parte, el doctor Abecasis fue padre de Luis Ignacio, uno de las tres víctimas-junto a Luis Amantini y Franco Luis Paschiero-  de un trágico accidente ocurrido un 17 de setiembre de 1994 mientras regresaban de haber participado de un encuentro para la protección del ambiente.

A continuación la carta de Andrés a su padre:

Mi viejo, el Loco Abecasis

Mi viejo era un tipo raro, en el sentido de poco frecuente y en el sentido de excéntrico. La diplomacia le había sido negada y ejercía esta carencia sin complejos.

No era afecto a los matices, por lo que practicaba la amistad como una religión, con sus fanatismos y sus ritos. Hacía de la hospitalidad un culto, por lo que pasaba meses y meses perfeccionando sus recetas, sentenciándonos a deglutir toneladas de pollo deshuesado, raviolón de seso o medialunas caseras. Para el deleite de nuestros paladares y la condena de nuestras cinturas, lo que no tenía de diplomacia lo tenía de mano para la cocina.

La gente que, por alguna razón generalmente desconocida aún por su familia, dejaba de merecer su preferencia, pasaba sin solución de continuidad a una condición de inexistencia. Si alguna de estas personas llegaba a casa, no era extraño que él prefiriese recluirse en el dormitorio con un libro o la televisión para ni tener que saludarla. Resultaba incómodo y gracioso intentar explicarles dónde estaba Eduardo, cuya “siesta” se prolongaba hasta la noche si las visitas no se iban.

Tenía una extraña relación con el dinero. Creo que el único atractivo que le encontraba es que permitía ejercer mejor la generosidad. No aspiró a tener mucho dinero. Sólo lo suficiente para que tuviésemos todo en casa y dar cada tanto una mano a quien lo necesitase.

Mi viejo, el Doctor Abecasis.

Aunque había soñado con ser ingeniero, quiso darle a su madre el gusto de tener un hijo ‘dotor’. Practicaba la pediatría con una dinámica que me confundía. Puteaba cotidianamente contra padres y madres que interrumpían CADA PUTA NOCHE el sueño de la familia, para traer a sus hijos a ser revisados por el doctor Abecasis, “porque hace 5 días que tiene fiebre”, “y que ya sé que no somos sus pacientes, pero no lo vamos a llevar con su doctor porque seguramente está durmiendo y no lo queremos molestar”. Puteaba -en voz alta por si no todos nos habíamos despertado con el timbre y el llanto del pendejo- al padre y a la madre, pero los atendía SIEMPRE. Si hubiese cobrado esas consultas, posiblemente me hubiese heredado una Ferrari. Si no hubiese puteado tanto, posiblemente hoy sería pediatra: yo creía que la pasaba mal y no quería putear tanto en mi vida.

Presencié el rescate de la asfixia o de una crisis anafiláctica de algunos niños, mientras padres descomunales se derrumbaban y madres gordas se deshacían en llanto y gritos. Disfruté los canastos de delicias, ordené los vinos añejos y desplumé gallinas que le regalaban familias agradecidas. Escuché que las joyas de la familia se fueron a apoyar a un padre cuyo hijo había fallecido. Mi viejo afirmaba con certeza que ningún padre estaba a salvo de que esto le sucediera, que era una especie de lotería y sólo rezaba para que no le tocase. No fue escuchado.

Mi viejo.

Su principal pasión eran sus hijos. No lograba ponerlo en palabras, pero no dejaba lugar a dudas. Chapado a la antigua y parco en las demostraciones, recuerdo el primer día que le di un abrazo siendo ya un adolescente. Quedó pasmado y se tomó unos cuantos segundos para devolverlo. Se ablandó de grande.

Recuerdo también el último abrazo, hace justo diez años. Casi no tenía signos vitales. Llegué acompañado de mi vieja, quien sentenció lo evidente: “se está muriendo”. Lo abracé y se fue, como si me hubiera estado esperando.

El año pasado, por esta fecha, inventariaba lo que heredé de él. La corta estatura, el color de la piel, la acantosis nigricans en los codos y la nariz africana. La lectura por placer. Pararme marcando las diezydiez. Caminar juntando bochas. La sangre judía y marroquí. El truco y el póker, en el que nos inició como si se tratase de una revelación espiritual. El peugeot azul. La indisciplina para el ahorro. El sentido de humor sin su capacidad para contar cuentos. La melancolía. La incorrección política sin su valentía. La afición por la cocina sin su mano para los sabores. El frontón como frustrado intento de hacer algo de deporte. La insoportable y crónica picazón bajo el omóplato izquierdo. La devoción por los hijos.

Mi mujer dice que estoy cada vez más parecido a él. Ojalá.