Justicia, lo que se dice justicia, sería que María Eugenia Lanzetti estuviera viva. Pero el que está vivo es su asesino, Mauro Bongiovanni. Por eso lo que hubo ayer fue una condena de nuestro sistema de Justicia, reparadora en parte, necesaria y obligada, pero que en definitiva no es más que una sentencia tardía para un hecho que se pudo evitar.

Justicia sería que en su momento el fiscal que atendía a los actos violentos que reiteraba Bongiovanni se hubiera preocupado menos por la integridad física del agresor y más por la de la víctima. Que la hubieran protegido más a ella. Ahora, la sentencia puede mitigar un poco el dolor de sus familiares, el de sus amigas, pero su ausencia no podrá repararse con ninguna orden judicial.

Justicia sería que después de haber violado la orden judicial que le impedía acercarse a su ex pareja, después de haberla amenazado, después de haber destrozado su casa, después de aparecer armado al menos dos veces, se hubiera tomado una medida de seguridad contra Bongiovanni, que nunca estuvo detenido a pesar de todo lo que hizo. El temor era que el hombre se suicidara. Al parecer, el temor de Marita de ser asesinada no fue igual de considerado.

Lo dijo el fiscal Víctor Pezzano en su muy buena exposición antes de la sentencia, y lo repitió como para que a nadie se le escape: las pericias se inclinaron más por el riesgo de que Bongiovanni se dañe él mismo, que a un tercero. Se inclinaron en que podría atentar contra su propia vida, y no por la vida de la víctima. No es un detalle que se pueda obviar para entender el desenlace del acoso y el calvario que hizo vivir el hombre a Marita.

No se puede pretender que esta condena resuelva el problema de la violencia machista, pero al menos sienta un precedente.  Es un mensaje a los violentos de que el que las hace las paga. Pero ahora, Marita ya no está.