Eran las tres y diez de la madrugada de una noche de invierno cuando me desperté sobresaltado por el sonido estrepitoso que emitía el handy de mi padre. Ese sonido que venía a irrumpir la serenidad de la noche, era una alarma que indicaba que había un siniestro al cual mi padre debía acudir. Estaba todo oscuro en mi habitación y podía oír las gotas de lluvia que golpeaban cruelmente el techo de chapa. Cuando se trataba de una llovizna suave, el sonido era casi una canción de cuna, pero con lluvia abundante terminaba siendo molesto. Cuando caía granizo, para poder dormir había que taparse los oídos con algodón.

La alarma sonó por unos pocos segundos, y luego de ese lapso de tiempo, mi padre, que saltó de la cama al instante, ya se encontraba en la puerta de entrada a la casa colocándose la capa de lluvia para hacer frente al aguacero que estaba castigando ferozmente a la ciudad.  En esa misma puerta, mi madre estaba despidiéndolo mientras él sacaba su bicicleta de paseo de color azul, aunque algo despintada y destartalada por el uso, y de inmediato comenzaba a pedalear las quince cuadras que separaban nuestra casa del cuartel de bomberos.

— ¿A dónde va papá? —pregunté a mi madre quien se sorprendió al verme despierto a esa hora.

Ella me miró con ojos de angustia y preocupación, mientras cerraba la puerta para evitar que entrara el agua de lluvia a la casa.

—Va a ayudar a unas personas —dijo afligida, y el silencio se volvió a adueñar del lugar.

Yo tenía cinco años. No entendí en ese momento qué es lo que hacía mi padre pero intuí que se trataba de algo bueno, algo noble. Verlo salir de casa en una noche así, en su bicicleta destartalada me dejó marcado. Mi madre sufría en silencio apoyada en el vidrio de la puerta de entrada, mirando hacia la calle donde la lluvia parecía burlarse de ella aumentando su fuerza. De a ratos, su rostro acongojado se iluminaba debido a los refucilos que caían. Después de unos minutos me acompañó hasta mi cuarto, me arropó, me dio un beso en la frente y se despidió con un “hasta mañana” mientras apagaba la luz. Yo no me di cuenta en ese momento de que ella se quedaría toda la noche despierta esperando a que mi padre volviera de su heroica hazaña. No se quedaría tranquila hasta verlo regresar sano y a salvo para que pudiera descansar un poco más antes de que sonara el despertador para ir a trabajar. Y es que eso de ser Bombero no era un trabajo o una obligación. Ser bombero es una vocación que se realiza desinteresadamente con el único objetivo de ayudar a los demás sin recibir nada a cambio. Por lo tanto, mi padre tenía otro trabajo con el que obtenía el salario necesario para vivir dignamente; claro, con muchas necesidades pero dignamente. Quizás no suene lógico esto, pero así es. Mi padre arriesgaba su vida, sacrificaba horas de sueño, se cansaba, se mojaba y se enfermaba, solo para ayudar a alguien más. Ya sea colaborando en algún accidente de tránsito, acudiendo a un incendio de vivienda o pastizales, rescatando a personas atrapadas en diferentes sitios o simplemente para ayudar a algún ciudadano desubicado a bajar a su gato de un árbol. Y todo esto a cambio únicamente del regocijo y la tranquilidad que le daba haber podido ayudar al prójimo.

Cuesta creer que en estos tiempos donde prevalece el egoísmo, el individualismo y el materialismo, todavía exista gente así, capaz de utilizar su tiempo para ayudar a las personas de manera desinteresada.

  Cada vez que mi padre me llevaba al cuartel yo me detenía a leer una y otra vez una frase que había escrita en la pared y trataba de interpretarla. Esa frase es el fiel reflejo de la motivación que tienen todas las personas que integran el cuartel de bomberos. Tan simple pero a la vez tan completa, tan noble y desinteresada, tan llena de valor y honradez, tan corta pero tan llena de significado…. “Nada nos obliga… Solo el dolor de los demás”…

Sobre el autor

Gonzalo Notta tiene 31 años. Nació en San Francisco el 30 de septiembre de 1987.

Cursó sus estudios primarios en la escuela Lucía Vaira de Aimetta y el secundario en el colegio Superior San Martín.

En el 2005 se recibió de Técnico Superior en Gestión de las Organizaciones.

Trabaja en Supermercados Pingüino desde hace 12 años.

Su cariño por los libros comenzó desde pequeño. Su madre le contaba cuentos. En el secundario un profesor le hizo leer el Código Da Vinci y lo fascinó. Me motivó a empezar a escribir. En el año 2010 empezó a realizar sus primeros escritos.

“Siempre tuve el sueño de escribir una novela y estoy trabajando en una desde hace un tiempo”, le contó Gonzalo a El Periódico.