Fueron cinco años de prisión, de angustias, golpes, amenazas e intentos de fusilamientos. Todo esto y mucho más lo sufrió Roberto Pissani (71), un comerciante de nuestra secuestrado durante la última dictadura cívico-militar que atravesó como una daga la historia de nuestro país a partir de 1976.

A 44 años de aquel hecho, Pissani arrastra dos mochilas difíciles de sobrellevar, el desconocimiento del paradero de muchos sanfrancisqueños desaparecidos cuyos cuerpos no fueron hallados y la pena de no haber podido estar presente cuando su esposa, María Luisa Romero, falleció de leucemia mientras él se encontraba detenido.

Hay una experiencia que se parece a la muerte: la prisión. Más que la vida en la cárcel, lo mortuorio es el hecho de ir preso porque significa un quiebre radical con la vida.

Pissani fue detenido y secuestrado en enero de 1976 por la Policía de San Francisco, previo al golpe militar que sucedería el 24 de marzo. Desde allí estuvo un lustro privado de su libertad soportando torturas y amenazas. Primero en la Unidad 1 del Servicio Penitenciario Provincial (Barrio San Martín, Córdoba), luego pasó por el departamento de informaciones D2 de la Policía de Córdoba, que funcionaba como centro clandestino de detención y tortura, para terminar sus años de detención en Sierra Chica, Buenos Aires y La Plata.

Militante

Pissani trabajaba en la década del sesenta en una emblemática metalúrgica de San Francisco. Por esos años tomó contacto con unos compañeros trabajadores que eran miembros del Partido Comunista, quienes le inculcaron “las ideas de igualdad, de la solidaridad y las injusticias del sistema capitalista”, recordó a El Periódico sobre su inicio en la militancia política.

Trabajos comunitarios en los distintos barrios fueron las tareas realizadas por esos años difíciles en el país tras el Cordobazo, el regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina y su posterior muerte, el gobierno de María Estela Martínez, su esposa, hasta su derrocamiento en manos de los militares.

Ese enero antes de la asunción del general Rafael Videla, Pissani fue arrancado de la fábrica en que trabajaba, Remac, ubicada en San Juan al 100, donde se fabricaban limadoras y rectificadoras. “Fue a las 9 del 26 de enero de 1976, llagó la Policía al lugar y yo estaba al lado de la máquina. Los veo entrar y me piden que los acompañe”. Unos meses antes, Pissani tuvo un evento similar en su casa, pero no estaba en la ciudad.  

“Me llevan a la Departamental primero y cerca de la medianoche me trasladan a la D2 de Córdoba. Cuando mis familiares fueron a reclamar a la Policía de San Francisco le negaron que yo estaba detenido ahí. O sea que desde ese momento quedé en la clandestinidad y recién me blanquean cuando me llevaron a la cárcel. Durante todo un mes que estuve detenido en la D2, estuve desaparecido”, narró.

La muerte, siempre latente

Pissani soportó en carne propia el sufrimiento de la tortura, la violencia en el denominado "Tranvía", una habitación rectangular en la D2, una pasarela previa al tormento con dos bancos de cemento donde los presos podían pasar allí varios días sentados y con sus ojos vendados: "Pasaban los torturadores a cualquier hora y te golpeaban, escupían. El centro de tortura era continuo porque se escuchaban los gemidos de dolor desde muy cerca", explicó.

“Una mañana sacaron a seis compañeros de la celda, a las dos horas apareció solo uno de ellos a contarnos que los habían fusilado a todos y lo mandaban a él para contarnos lo que nos iba a pasar”, recordó.

Hasta que un día presenció la muerte: “Una vez nos sacaron a un patio a todos desnudos en pleno invierno, rodeados de soldados que nos apuntaban con ametralladoras y nos golpeaban. Uno de los compañeros cayó al piso desmayado y un cabo dijo a otro ‘pegale un tiro’ y así fue, le disparó en frente de todos y lo mató”.

Tras un tiempo en Córdoba, el sanfrancisqueño recaló en Buenos Aires y luego en La Plata. En ese lapso, su esposa María Luisa no pudo seguir peleando contra la leucemia y murió: “Cuando me detienen a mí, mi esposa estaba enferma de leucemia. Ese fue el dolor más grande porque estando yo preso falleció y nunca me dejaron venir a verla”.

Pissani recuerda cada detalle mientras recorre el Paseo de la Memoria ubicado en la costanera de la ciudad. No se arrepiente de haber militado por una causa a la que consideró “justa”, pese a haber pagado muy caro el costo de hacerlo. Sin embargo, se considera alguien con suerte: “Por ahí me pongo a pensar… todos estos compañeros desaparecidos, que es un dolor muy grande. Que yo esté contando esto y ellos estén desaparecidos, y sus familiares no saben dónde están es una mochila que todavía no me la puedo sacar”.