El dojo abierto para saber qué es el judo, ese “estilo de vida” para quienes lo practican
El Centro Integral de Judo Alfredo Acosta comenzó las actividades con la atractiva idea de dar una clase gratuita a quienes les interesaría practicar este deporte. Cómo lo viven tres alumnos y el profe a cargo.
Siempre hay una primera vez. Para todo. En mi caso fue ingresar a un “dojo”, término japonés que bautiza a este sitio casi sagrado.
Es martes, son casi las tres de la tarde y sobre el acolchonado piso de colores del Centro Integral de Judo Alfredo Acosta (CIJAA) cuatro cuerpos se debaten a duelo: dos de un lado y dos del otro. Es una lucha de fuerzas, nadie quiere caer.
El Centro inició las actividades la última semana con la novedad de que aquellas personas que quieran conocer sobre este deporte puedan tomar una clase en forma gratuita.
“El judo es un estilo de vida”, me dicen. Están vestidos con su “judogi”, uniforme que utilizan para la práctica de este arte marcial japonés, algo agitados y con mucho calor. Afuera la humedad le cruje los huesos a más de uno.
Lo del “estilo de vida” me deja pensando. La frase es amplia y suele usarse en otras disciplinas. “Descalzate y entrá”, me ordena Alfredo Acosta, profe de judo desde hace más de 30 años.
Algo dubitativo –duda potenciada después de ver caer a uno de ellos en la previa- me saco las zapatillas y paso siguiente cometo el primer error. “Si fueras alumno ya te hubiese llamado la atención”, me dice Alfredo con buena onda. Enseguida caigo en la cuenta que antes de ingresar al dojo pisé el cemento. Inadmisible para la cultura.
Afortunadamente no me penaron mandándome a una lucha. Solo me invitaron a charlar.
Disciplina, sobre todo
Franco Boriglio tiene 41 años y hace 13 que practica judo, aunque a lo largo de ese tiempo tuvo algunas interrupciones. “Desde mi punto de vista es una formación disciplinaria deportiva, aprendés respeto a tus compañeros, lo hacés como práctica deportiva y con el fin de un tipo de defensa o arte marcial sin llegar a los golpes, sino que hay lucha. Yo vine por curiosidad, me gustó y por eso sigo”, le explica a El Periódico.
Gonzalo Orellano es otro de los alumnos de la “siesta” en el CIJAA. Tiene 30 años y comenzó a los 17. Una lesión en el medio lo sacó por un tiempo del dojo pero volvió. Cuenta que hizo otras artes marciales, pero aclara que el judo “es el más disciplinario”.
“Tenés que estar concentrado, no perder el equilibrio, controlar la postura para no irte y a la vez tratar de tirar al otro. Te da a la larga mucho dominio de vos mismo. Esa disciplina la llevás a la vida diaria, a mí en algunas cosas me faltaba constancia o era disperso”, revela.
Con ellos se encuentra Ignacio Rojas, el alumno más joven de la clase. Tiene 22 años y hace nueve meses que entrena: “Siempre me gustaron los deportes de contacto, pero no quería uno donde haya golpes directos como el karate. Para mí es un estilo de vida, te ayuda en la disciplina y a utilizar tu energía lo mejor posible, además te da mucha flexibilidad”, explica.
El sensei
Alfredo Acosta (50) recuerda que de chico era revoltoso. También calentón. A los 11 años practicaba básquet en un club de su Brinkmann natal y observó que alguien anotaba para un nuevo deporte. Sin saber que era –agrega- levantó la mano.
“De chico empecé por curiosidad. Pero un poco más de grande me sacó de la depresión por la muerte de mi viejo”, recuerda el sensei. Era adolescente cuando sufrió la pérdida de su papá de 43 años en un siniestro vial. Ya vivía en San Francisco y necesitaba un lugar donde ocupar la cabeza: “Un día caminando por 25 de Mayo encontré un salón y vi tipos revoleándose. Me metí, era donde enseñaba Roberto Alesso”.
Acosta señala que en todo este tiempo se encontró con historias de vida muy fuertes de sus alumnos: “Todos tenemos piedras en el camino, algunas las saltamos o esquivamos, otras quedan en la mochila. Si me preguntan qué es el judo, no lo puedo describir. Sí se lo que puede hacer, puede cambiarte, darte herramientas para modificar tu vida. Somos luchadores, vivimos luchando en el dojo pero también afuera”, dice en tono reflexivo el hombre que también trabaja junto a sus hijos Analuz, Andrés y Agustín.
- ¿Cómo nota al adulto que viene por primera vez y con qué se encuentra esta persona?
- Con miedo. Primero ve gente que no sabe que existe y lo va a tratar bien, tratando de ayudarlo y enseñarle. Se encuentra con un grupo humano que además le va poner límites si hace falta. Y después va a levantar la autoestima, va a enfrentar los miedos, va a animarse. Es como una terapia también para afrontar la vida. Acá hay muchas historias de vida.
- También entrenó al equipo argentino de judo para ciegos en los últimos Juegos Parapanamericanos de Santiago de Chile. ¿Cómo fue la experiencia?
- Es otro mundo hermoso. Es gente que el deporte salvó, les abrió la vida directamente. En el Cenard di clases a personas ciegas, chicos y adultos. Gente que empezó a los 50 y ahí entendés cómo su vida se modifica totalmente. Te voy a dar un ejemplo: un alumno ascendió y se le cambió el color de cinturón, algo normal para nosotros pero él empezó a llorar ¿Por qué? Porque lo felicitaron, contó que era la primera vez en 26 años que lo felicitaban por hacer algo bien. Ahí uno cae.
- ¿Y con los más chicos?
- Es lindo trabajar. Los chiquitos descubren que son ellos, que nadie les va a decir que es gordo, flaco o que eso no le sale. Tienen la libertad de ser ellos, es muy creativa la disciplina. Tomamos chicos desde los 4 años. Aprenden el orden, dónde guardar sus zapatillas, sus botellitas de agua, cosas que después llevan a la casa. También les da confianza y ayuda a cuidar al otro, por ejemplo, llevándolo al suelo pero sin golpearlo. A medida que crecen los vamos orientando un poco a la competencia, pero eso no es obligación.
La charla se desvanece en el piso de combate. Pero algo faltaba antes del final: probar qué se siente ser judoca. Munido de un judogi color azul, Alfredo, riendo, me invita a tirarlo al piso con un movimiento eficaz, pero ambos terminamos cayendo a la lona. La clase se termina con el clásico saludo y la satisfacción del deber cumplido por tener la nota, pero sobre todo por salir ileso.
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