Por Gonzalo Giuliano Albo (docente y voluntario social)

Instantánea uno: alumno de doce años increpa a un compañero diciendo: no tenés ni una Play Station, sos pobre. (Observación mediante del docente testigo).

Instantánea dos: una alumna de trece años reconoce que todos los del barrio equis son chorros. Le pregunto por qué dice eso y responde: yo soy de ahí, no es verdad, pero todos dicen eso, que le vamos a hacer.

Hoy pareciera que los barrios quedan más lejos que antes, que las divisiones de clase no sólo crecen, sino que se hacen más rígidas y que esas distancias se ven ampliadas y reforzadas por marcados procesos de concentración geográfica.

La exclusión social tiene ahora una dimensión subjetiva más potente y letal. Lo relevante ya no es solo la pobreza como tal, sino la relación de interdependencia entre la población que es señalada como pobre y la sociedad de la que forma parte. Esa valoración negativa suele traducirse en la demonización de sus espacios (barrio peligroso, escuela donde no se aprende, calle de transa, etc.).

Las interacciones sociales están moldeando valoraciones y representaciones que hacen las veces de fronteras simbólicas o morales mediante las cuales se atribuyen identidades a "otros" y a ellos mismos. Las dimensiones culturales están fuertemente ligadas al espacio, que es uno de los lugares donde se afirma y ejerce el poder en la forma más sutil. Insisto, hoy la violencia simbólica narrativa es demoledora.

La estigmatización (en criollo: señalar con el dedo) dirigida a los pobres es más dañina y evidente en contextos donde, como en nuestra ciudad, predomina una visión de la pobreza atribuida a causas individuales, generada por un discurso moralizador, que ocurre, básicamente, cuando adoptamos posiciones remilgadas y consideramos como méritos propios a lo que fue un favorable acceso a oportunidades.

Desde esta visión, los pobres son considerados culpables de su propia situación, de no hacer lo necesario por y para sí mismos, de carecer de ética del trabajo y el gobierno, por lo tanto, no tiene la obligación de ocuparse de ellos.

Las referencias a un discurso de derechos o a la responsabilidad del Estado en relación a una distribución más justa de la riqueza brillan por su ausencia. Las protecciones sociales destinadas a los sectores más desfavorecidos no constituyen derechos sino "ayudas", además de escasas y de baja calidad.

Aquella explicación inhabilita al individuo para una plena aceptación social y hace referencia a un atributo profundamente denigrante; es la marca que surge cuando una persona es juzgada como incapaz o indigna para compartir recursos sociales. Hoy el humilde es culpable hasta que se demuestre lo contrario y su concreción ocurre cuando un indigente toca a nuestra puerta y todo el imaginario social de sospechas se abalanza sobre nuestras mentes.

¿Nos preguntamos alguna vez cuáles son los significados que los pobres atribuyen a la pobreza? ¿Qué parte de la violencia, frustración, desamparo y derrotismo en los jóvenes sin recursos proviene de esta fórmula explosiva que construimos día a día con gestos, miradas, palabras y hechos concretos? Lo incuantificable sobre la exclusión resulta ser a la vez lo más fácil de producir para unos y lo más difícil de sobrellevar para otros.

Discurso 

A diario disparamos múltiples frases humillantes que refuerzan la situación actual haciéndonos eco de comunicadores sociales que con supina ignorancia se despachan cual expertos. La penetración discursiva respecto a culpabilizar a los pobres de todos los males caló con éxito absoluto. Ediciones y zócalos intencionados acompañan a formadores de opinión que se regodean en el desprecio y que repetimos sin cuestionar.

Al presentar una imagen distorsionada, se deja en las sombras las virtudes que abundan en los sectores más empobrecidos: la capacidad de solidaridad es una de ellas. Los merenderos y comedores que proliferan por la necesidad, son llevados adelante por gente de los mismos barrios. No sólo no son reconocidos como trabajadores esenciales, sino que ni siquiera son remunerados.

Gonzalo Giuliano Albo participó de los 15 años de El Periódico hablando de lo social.
Gonzalo Giuliano Albo participó de los 15 años de El Periódico hablando de lo social.

Los emprendimientos para sacar a los chicos de la calle, los grupos para ayudarse en torno al problema de la violencia, son proyectos llevados adelante principalmente por mujeres de los barrios. Recordemos que cuando se habla de la feminización de la pobreza, hablamos de esto.

Instantánea 3: un clima de fiesta se vive en el comedor comunitario del barrio, ante mi desconocimiento, me dicen que después de varios meses, gracias a una donación, hoy comerían carne.

Instantánea 4: alumnos con útiles en bolsa de nylon y otros que no pueden comprar en la cantina escolar son asistidos con útiles y masitas por la escuela.

Instantánea 5: los censistas de barrio equis vuelven con lágrimas en los ojos al comprobar que allá una canilla se comparte entre tres casas, no hay piso de cemento ni los más mínimos servicios.

Debido a la imagen deformada que a veces se proyecta de ellos, las personas empobrecidas, además de la carencia de educación, trabajo, salud, suelen sufrir la carencia de verdad en cuanto a quiénes son. Una imagen deformada no les hace justicia.

Conocer las realidades

Un paso importante para ayudar a mejorar sus condiciones de vida es conocer su realidad, saber de qué estamos hablando, de quiénes hablamos dado que tienen biografías, esperanzas, luchas, profundos valores y anhelos, muchos de ellos alcanzables y otros truncos por la falta de recursos y horizontes. Nadie ve la capacidad de adaptación de los pobres a la precariedad gracias a sus redes de reciprocidad y creatividad para inventar trabajo ni tampoco la pulverización de los mecanismos de protección por parte del Estado.

La criminalización simbólica de los grupos más desfavorecidos es un proceso social dominante y tan difundido que hasta las propias víctimas acaban por reproducirlos, aunque de manera ambigua. Así, los prejuicios y estereotipos con respecto a los pobres son compartidos por todos: que la pobreza es una cuestión de actitud, de falta de voluntad termina siendo una verdad consagrada y la pobreza, naturalizada.

Sean como víctimas o culpables, los pobres tienden a ser construidos como “los otros”, responsables de su situación u objetos pasivos generadores de preocupación, son quienes deben ser ayudados o castigados, ignorados o estudiados, pero raramente tratados como ciudadanos iguales y con derechos.

Para construir un reactor atómico, tenemos que crear mentalmente una realidad física, que se abstrae de la realidad vivida.  Por tanto, solamente el físico puede hacerlo. Pero cuando tenemos que defender nuestra realidad vivida del peligro de la guerra atómica, el físico no sabe nada más que cualquiera de nosotros.

Así también en nuestro medio, conocer de primera mano, interactuar con los protagonistas sin pretender confirmar o refutar lo que nos dijeron de ellos, darnos un baño de realidad, ayuda a desmantelar falsas creencias que subyacen al discurso público de la pobreza. Quizás eso ayude a recuperar algo que hoy anda faltando y es fundamental: respeto.  

La interacción social entre las clases privilegiadas y los sectores populares se hace cada vez más inusual, débil y controlada, evitando el encuentro con el otro en los espacios públicos. De sociedad a sumatoria desagregada de fragmentos sólo vinculados por la agresión y desconfianza mutua, augura tormentas inminentes. Los riesgos de fractura social se incrementan y las oportunidades de pertenecer a una sociedad de iguales se hacen cada vez más lejanas.

Sin intención de producir hechos científicos a partir de algunas impresiones que fueron disparadoras de estas líneas, creo que son indicios alarmantes incubándose en nuestra trama social. Algo que las estadísticas no reflejan pero que quizás representen un crimen-suicidio para nuestra sociedad. Si no lo revertimos con urgencia, estos hechos persistirán y sus efectos negativos nos sobrevivirán por largo tiempo.

Para volver al comienzo, así como los chicos no pueden procurarse por sí mismos el alimento cuando nacen, tampoco pueden procurarse solos los significados que, al tiempo que protegen, son un pasaporte a la cultura.

A la comida, techo, salud, seguridad para los niños, agreguemos el imperativo de ponerlos al amparo de discursos sin sentido sobre el vínculo social, y así, de una vez por todas, el pibe sin la Play Station no sienta que está condenado por su cuna, que la piba no experimente su vida en el barrio como una condena y que comer carne sea normal, como ir con mochila al cole o comprar algo en el recreo.