Por Laura Pratto.

Ni bien las máquinas entraron en reposo, el grupo peregrinó a pie desde la sala de flippers, que estaba en el centro, hasta el cementerio. La expedición tenía un fin terapéutico: querían sacarse ese miedo a que exista algo después de la muerte.

El acceso al lugar estaba apenas impedido por una cadena, que franquearon. Y como medida de seguridad, se separaron en dos grupos para la inspección territorial. Cada cuadrilla completó su recorrido. Al reencontrarse y cotejar los hallazgos resultó que nada, excepto la cantidad de gatos, los había asombrado. Eso había sido todo en la primera visita, y no alcanzaba. Así que no podía ser la última.

A la noche siguiente los cuerpos estaban más ávidos de adrenalina, así que fue necesario reforzar las filas. Entre las dos escuadras sumaban alrededor de cincuenta, dispuestos a enfrentar el más allá usando el juego de las escondidas.

Corrieron y liberaron química adolescente por los pasillos hasta cansarse. Para algunos fue el límite. “Hay que proceder con respeto”, solía advertir en su programa radial, por la época, Román, el vidente médium. Román decía que podía curar con los mensajes de los espíritus: era famoso por eso y porque atendía en silla de ruedas. Cuando trazaba con la mano derecha en el aire sus pases ante los clientes, el brillo fulminante de su anillo de oro los hipnotizaba.

Los que por dentro le hicieron caso a  Román se despidieron ahí para no volver. Para los otros hubo una noche más.

El Chiqui tenía cada tanto unos raptos mesiánicos. Así que para él era ideal hacer resucitar algo al tercer día: el traje de fantasma que había usado en la fiesta de quince de su hermana. Quería asustar a uno de la banda que se las daba de curtido.

Dejó que los diecisiete ingresaran y cuando se aseguró de estar bien a la retaguardia se puso el disfraz. Tenía todo calculado: iba a esperarlos hasta que tuvieran que regresar, y entonces se les aparecería en la puerta del cementerio para impedirles la salida, y también para que la huida sólo fuera posible hacia el interior del cementerio, de modo que esto los aterrorizara aún más. Pero escuchó el ruido de un motor que lo hizo mirar hacia 9 de Septiembre, e identificó de inmediato al conductor de ese auto importado. Era alguien que se merecía un buen susto. Así que el fantasma giró y salió a la vereda.

Una hora después, cuatro R12 de la jefatura y un Falcon de investigaciones buscaban a los chicos cerca del predio. Ellos se quitaron las remeras y se largaron a correr. Pasaron  estoicos  delante de los móviles. Fingían ser futbolistas al regreso de una práctica. Recién pararon a desquitarse de la risa en una esquina de las 800, a la que finalmente llegó la Policía. Esa noche que pasaron en la comisaría no pudieron perder el miedo, pero al menos se enteraron del origen de la denuncia. Un operario que salía de hacer extras en una fábrica del Parque Industrial, había pasado en bici en el pico exhibicionista del espectro. El instinto de supervivencia no le había permitido controlar la vejiga, pero sí seguir pedaleando hasta poder llegar, y  desembuchar lo que sus ojos habían visto: el fantasma de vida ultraterrena más breve, por lo que se sabe, que hubo en la ciudad.