Nos recalcaba la importancia de ese material ilustrativo y al mismo tiempo nos retaba; no sé qué era lo que nos hacía más efecto, si la explicación o el reto. Creo que este último, ya que la explicación hacía agua: ¿por qué un oculista necesitaba tantas fotos de cuerpos humanos desnudos, si en casi ninguna se veían los ojos? Algo no nos cerraba, pero nos daba apuro decirle algo a la Viqui, y además el papá seguía nervioso.

Tuvimos una penitencia que duró hasta el día siguiente, cuando volvimos otra vez a juntarnos en el garaje de esa casa. Teníamos un juego que era el de “dar la ostia”, nos lo habíamos inventado de tantas veces que íbamos a la misa de la Cristo Rey. Estábamos en el primer año de catequesis.  Casi siempre la prima de la Viqui hacía de cura, las demás avanzábamos en fila y ella, ante cada una, partía una galletita de leche para que dijéramos amén. Usaba un florero de cáliz.

Estábamos en eso cuando la mamá de la Viqui entró, tan compenetrada con su misión que ni vio que estábamos comulgando, lo cual habría causado el segundo reto de la semana. Nos trajo un libro y nos dijo que quería que conversáramos. El libro que nos mostró tenía cuerpos humanos también, pero separados unos de otros, y con más órganos. No eran como los del manual de estudio del papá de la Viqui, donde todo parecía tener más vida. La mamá se puso a contarnos unas cosas que nos sonaron horribles,  al punto que nos prometimos que el día que tuviéramos  marido nos íbamos a duchar siempre en malla, para que no nos agarraran desnudas como en el libro.

A la tarde siguiente nos dieron ganas de ir a hablar con los varones del barrio, que se juntaban en un campito, al lado del club Mayo. Nos sentimos medio tontas: ellos manejaban todos esos temas, como si estudiaran. El que más hablaba era el Facu. Contó cómo en el campito habían hecho un pozo, para guardar y tapar con tierra las revistas de oftalmología  que lograban reunir. Y también que las desenterraban y se las llevaban para estudiarlas al campo de deportes de los Maristas, después de la hora de educación física. Casi todas las revistas tenían la etiqueta del quiosco Maula, al que iban en bici, a hacerse amigos que los dejaran colarse en los cines donde podían avanzar en conocimiento. Había uno que ahora es un templo evangélico. Otro se llamaba La Perla, pero era oscuro y quedaba por  9 de Julio. Ahí pasaban películas toda la noche. Y también estaba el Colón, pero ahí eran dos las películas nada más, en continuado.  El Facu nos dijo que una  vez había caído la Policía justo en el intervalo, cuando apenas habían visto la parte de arriba del cuerpo humano, porque la primera  película siempre era aburrida. En el hall del cine les habían tomado los datos, para citarlos con los padres, que era la parte más humillante. Así que tuvieron que irse, pero se descargaron tirando bombitas de olor en las confiterías del centro.

El Facu hablaba de secretos tan lindos como las verdades. Esa tarde empecé a enamorarme de él. Cada vez que intento volver a saber de su vida no logro que nadie me ayude con un dato. Pero por esto mismo voy, sin querer, enterándome del presente de algunos otros que eran del barrio.  Sé, por ejemplo, que hay dos que hoy son doctores.