“Hasta que pueda voy a venir al taller porque esta es mi vida, así no trabaje casi nada, pero acá me siento útil y siempre hay algo para hacer. Y si no, charlo con la gente que pasa”, dice convencido don Juan Vega, de 87 años y de oficio zapatero.

El hombre trabaja en un pequeño garaje prestado sobre calle Sarmiento al 800, donde el olorcito a cuero se mezcla con el de los pegamentos. Cuando uno ingresa puede verlo a Juan siempre encorvado sobre algún zapato, con la vista baja, apoyado contra la pared y sentado en una antigua baqueta, la que, según cuenta, ya tendrá sus 50 años de uso.

El lugar es pequeño y con un aire a taller del abuelo. Todas las herramientas y máquinas que tienen su historia de larga data están a mano y en un rincón, sobre una estantería, se encuentran los zapatos, zapatillas y alguno que otro botín por arreglar y aquellos listos para retirar.

Desde 1961 es el zapatero en barrio Catedral. Se había instalado en Pellegrini al 743 y tras algunas décadas en ese sitio se mudó al garaje de calle Sarmiento.

Pero su historia como zapatero comenzó mucho más atrás en el tiempo, cuando Juan tenía apenas 8 años: “Antes se empezaba a trabajar a los 7 u 8 años para aprender el oficio. Así que iba medio día a la escuela y después a lustrar zapatos a un taller de calzado que estaba sobre calle Independencia. Al comienzo no me pagaban casi nada, solo unas monedas, pero así fui aprendiendo todo lo que tenía que saber sobre el trabajo”, recuerda.

Don Juan Vega, el zapatero: un oficio que se apaga pero no quiere abandonar

Cada vez menos

La industrialización masiva del calzado y la creciente moda de usar preferentemente zapatillas pusieron en jaque a muchos zapateros y, de a poco, fueron desapareciendo o buscando rubros más redituables.

“Anteriormente, te hablo de varias décadas atrás, había mucho trabajo, pero los tiempos fueron cambiando y esto se volvió una actividad no redituable, pero como yo tenía tantos años en el oficio siempre tuve mis clientes fijos”, asegura Vega.

En tiempos de bonanzas, don Juan recuerda que comenzaba a trabajar a las 3.30 de la mañana, incluso iba a su taller sábados a la tarde y domingos por la mañana. Hasta llegó a tener uno o dos empleados. “Tenía mucho trabajo y había que cumplir -sostiene-. Te digo más, no hace mucho tiempo que dejé de venir los domingos. Por eso es que ahora jubilado no puedo vivir sin trabajar. Esto para mí es vida, por más que no tenga mucho que hacer”.

Pero gracias a su oficio como zapatero, el hombre pudo construir su casita sobre Aristóbulo del Valle y, junto a su esposa Gregoria Elena, criar y darles la posibilidad de estudiar a sus dos hijos, ya adultos: Mercedes y Flavio.

Vega dice casi con gracia que “llegó un momento en que pensé que tenía que dejar, lo hice pero no me adaptaba a la vida de jubilado y volví. Y así sigo viniendo porque es una ayuda, soy jubilado que cobra la mínima y unos pesitos que saque vienen bien”.

Don Juan Vega, el zapatero: un oficio que se apaga pero no quiere abandonar

Casi una artesanía

Para don Juan la época dorada para el zapatero fue la de 1950, en la que recuerda que incluso en San Francisco tenía sus fábricas de calzado. “Antes, todo el mundo usaba zapatos y de buena calidad. Y si se empezaban a gastar un poquito, ya sea el taco, la suela o lo que sea, enseguida lo hacían arreglar”.

Y admite que durante aquellos años “arreglar un zapato era prácticamente una artesanía porque todo se hacía manualmente. Soy del tiempo que la suela se cocía a mano, se le hacían marcas en las suelas para que los zapatos queden estéticos, era un laburo bárbaro pero quedaban espectaculares. Ahora es más simple el asunto”.

Don Juan Vega, el zapatero: un oficio que se apaga pero no quiere abandonar

El soldado zapatero

Cuando a Juan le tocó incorporarse al servicio militar, allá por 1954, lo designaron como encargado de zapatería en la sección vigilancia del taller de mantenimiento Córdoba. “Me acuerdo que esas dependencias estaban en el Parque Sarmiento y de eso ya no queda más nada. Pero incluso tenía soldados bajo mis órdenes para trabajar”, cuenta.

Diálogo en lo del zapatero

- Buen día, ¿puedo dejar un par de zapatos? ¿Los arregla usted? -dice un cliente que oculta una amplia sonrisa debajo de su barbijo.

-No. Yo los hago arreglar y les cobro el doble-, responde Juan largando una carcajada.

El cliente es un viejo conocido de la casa, se trata de Carlos, un amigo de muchos años que le acaba de entregar un par de zapatos, algo golpeados por el trajín, para arreglar.

“Debe ser el último zapatero de oficio que queda en San Francisco y este es de los buenos -sostiene el cliente-. Por eso les traigo mis zapatos. Primero no le pago por más que me quiera cobrar -bromea nuevamente- y si bien tenemos una amistad de años, es un hombre sincero, simple y eso hace que las personas sin querer automáticamente crezcan. Es el oficio de toda su vida, el hombre trabaja bien y es muy honesto”.   

Carlos es un empresario ya jubilado, uno de los tantos clientes de Juan que también supo arreglar los “tamangos” de políticos, médicos y de muchos vecinos de San Francisco. 

Don Juan Vega, el zapatero: un oficio que se apaga pero no quiere abandonar