San Francisco es una ciudad de luces y sombras - aunque suene a obviedad-. Más allá de su pujanza industrial, su polo educativo, sus calles y plazas, generalmente limpias, cuando se acaban las luces led de los bulevares, entre las sombras, se mueven otro tipo de historias de vida tajeadas por la marginalidad, la pobreza y la discriminación.

Detrás de las cifras de pobreza que se agudizaron en gran manera durante la presidencia de Mauricio Macri, están las duras historias de vida en la realidad. Personas que revuelven entre la basura, que salen a “cirujear” o a vender por la calle cualquier producto para salir del paso. Y otra postal se repite en los semáforos céntricos, donde se observa la presencia diaria de personas mendigando “una moneda”.

Valentina Castagno está metida en esta realidad. Tiene 26 años, una delgadez extrema que le cala hasta los huesos y un rostro surcado de marcas a causa de terribles experiencias. Su mirada triste y a veces perdida lo reflejan. Se la puede ver todos los días en el centro, sobre todo en las esquinas de Pellegrini y 25 de Mayo, o Mitre y el bulevar central. Allí, entre los automovilistas que aguardan la luz verde pide una ayuda para poder comer tanto ella como su hijo de 10 años, según cuenta.

Mendigar

A Valentina la encontramos el pasado martes mientras merendaba junto a su niño en el Hogar de Cristo que funciona en El Comedor de la Virgencita -Lamadrid 822- en barrio Parque, y al que asisten personas con problemas familiares y de adicciones. En este espacio buscan alejarse, al menos por un rato, de la virulencia de las calles.

“Mi vida es una mierda, pero la lucho por mi nene. Estoy sin trabajo, tengo que salir a mendigar para poder comer y comprar las cosas que necesita, lo hago todo por él”, sostiene con firmeza.

Refiere que las primeras veces que salió a pedir sentía mucha vergüenza, pero asumió que no le quedaba otra. Era eso o volver a prostituirse, una etapa que transitó duramente en algún momento de su vida pero que según ella pudo dejar atrás. “No me quedó otra que hacer frente a la realidad para poder comer yo y mi nene”, insistió.

“Hay mucha discriminación en la calle cuando te acercás a pedir pero también hay otra gente que te da una mano a pesar de todo y agradezco mucho eso”, explica.

La historia de Valentina: mendigar para salir del infierno de la calle

La inocencia perdida

Con el correr de los minutos, Valentina se adentra en su turbio pasado que todavía la golpea, porque según ella, todos en su familia sabían lo que le pasaba.

“Pasé por muchas cosas difíciles en mi vida, sufrí abuso sexual cuando tenía 9 y 10 años, pero nadie me creía. Tuve cuatro intentos de suicidio pero nunca nadie me dio una mano. No te voy a decir que no anduve metida en las drogas, que me prostituí; hice muchas cosas para poder vivir”, narra.

Esos abusos fueron los que marcaron el inicio de su calvario. Nunca pudo denunciar a su presunto abusador porque su padre trabajaba con esa persona y su madre –asegura- no le creía. Desprotegida, escapó a la calle.

Con total sinceridad confiesa que a los 12 años ya consumía drogas, probó la cocaína, la marihuana y hasta pastillas, entre otras. “Conocí todas las drogas de la calle. Era lo que me sacaba del mundo y me hacía olvidar todo lo que había vivido. Las drogas están en todos lados, donde vayas hay”, asegura.

Pero otro de los motivos que la empujó a ese infierno fue la muerte de su abuela Susana, cuando Valentina tenía 15 años. “Yo la cuidaba y ella se encargaba de nosotros. Tenía diabetes, sufría del corazón, tenía asma y hasta el último día la acompañé. La muerte de mi abuela también significó un quiebre en mi vida”, recuerda entre lágrimas.

De las drogas al infierno

Inexorablemente las drogas conducen a cualquier círculo del infierno dantesco que es la realidad. Para Valentina fue la prostitución. A los 15 años ya era mamá y necesitaba medicamentos y pañales para su bebé que estaba enfermo.

Ese fue el paso en falso que la llevó al mundo oscuro de la prostitución. “Tenía a mi hijo con meningitis, necesitaba medicamentos y con 16 años empecé a prostituirme para conseguir dinero”, revela.

Durante varios años sufrió las más variadas e innombrables vejaciones. Entre ellas recuerda la de un hombre que en su camioneta la llevó hasta las afueras de San Francisco, abusó de ella, no le pagó y la reventó a golpes para luego dejarla abandonada en un camino de tierra.

“Era subirte ciega a cualquier auto sin saber qué me podía pasar. Después de eso -por la brutal golpiza-, me dije que prefería pedir y no estar más en el mundo de la prostitución”.

Una segunda casa

Gracias a la ayuda de Asistencia Social del municipio, Valentina pudo alquilar una casita en barrio Parque, un lugar seguro para su nene de 10 años. Pero también desde hace tiempo asiste al Comedor la Virgencita donde merienda y pasa algunas horas junto a su nene. Allí se siente a salvo, contenida en “su segunda casa”, como ella lo llama.

Hoy manifiesta haber dejado atrás el mundo de las drogas por su hijo y por ello pide una oportunidad. Cuenta que busca trabajar para dejar de mendigar: “Hago lo que sea, podría limpiar una casa, cuidar algún anciano, a mi abuela que tenía diabetes le colocaba su insulina, le medía la tensión y la atendía. Sé que es difícil, pero es la única forma de dejar la calle”, señala a modo de esperanza.

Para comer

Todos los días pasa más de tres horas por la mañana y otras tantas por la tarde para conseguir el dinero que le permita comprar alimentos.

“La calle está difícil, hay otras personas como yo pero hoy por hoy no me queda otra. Muchas veces me insultaron por pedir, a veces los que más tienen son los que más te discriminan”, sentencia.