A las máquinas le dan masa, literalmente. Luis Bustos y Javier Palacios la agarran, la estiran y la doblan como si fuera una larga sábana que luego acomodan sobre una mesa. De esa textura blanca y blanda saldrá el pan que llegará horas después a la mesa de varios sanfrancisqueños.

Luis lleva 16 años en la panadería y confitería San Nicolás, la única que existe en el popular barrio Jardín, y unos 30 en el rubro. Es de poco hablar, pero destaca que el trabajo del panadero es “artesanal” y que es clave el compañerismo. Javier, quien hace dos décadas se dedica a la panificación y desde cinco es compañero de Bustos, se explaya un poco más sobre el oficio: “Lo principal son las ganas de hacer lo que te gusta. Sacar la mercadería como se debe y a la hora que se debe. Y ser paciente. Pero también el compañerismo es importante para ir hacia adelante porque las máquinas ayudan, pero no deja de ser un trabajo a pulmón”, señaló.

4

de agosto

Día del Panadero

Alfajores de maicena, de hojaldre, cañoncitos rellenos de dulce de leche, pastafrolas, prepizzas, criollos, grisines y tiras de panes los rodean. También Marcelo Petracco (48) y Natalia Dietz (37), los propietarios del negocio desde hace 17 años, la pareja que a fuerza de mucho trabajo y empuje rompió una especie de maldición en el lugar, donde los panes se hacían desde mucho antes: “Acá funcionaron otras panaderías, pero no duraban más de dos años. Las alquilaban y cerraban al poco tiempo. Nosotros no lo sabíamos a eso, menos mal, y sin saber nada del rubro nos metimos”, reconoció Petracco, cuyo padre –jubilado de la Policía en aquella época- los convenció de poner una panificadora.

Ardua tarea

La panificación no es tarea sencilla para este matrimonio y además insume la mayoría de las horas del día porque la labor empieza de madrugada con la cocción, luego se prepara el reparto, sigue la venta en el local comercial y a la tarde continúan las elaboraciones.

“Ninguno trabajaba de esto. Marcelo lo hacía en un supermercado y un día al poco tiempo de casarnos salimos a recorrer la ciudad para ver si había alguna panadería a la venta o para alquilar. La idea era darle el gusto a mi suegro pero también tener una platita extra”, recordó Dietz.

Encontraron el local de Carrá 2651, a metros de la plaza del barrio, que contaba con un gran horno a leña. Y, desde hace casi dos décadas, no paran aunque se fueron modernizando.

“Fuimos haciendo cursos, renovando la mercadería, pero no nos quedamos con lo que teníamos. Porque si el cliente probó, queremos que vuelva a elegirnos”.

El inicio fue difícil, se las arreglaban con una sola bolsa de harina con la que podían producir por 15 días: “Iba al molino en un Fiat 125 y buscaba una sola bolsa. En eso veía como había camionetas que cargaban de a 15. El día que compré tres me sentí que tocaba el cielo con las manos”, rememoró Petracco entre risas.

Ese comienzo complicado los llevó a replantearse a los siete meses cómo seguir. Natalia asegura que las ganancias en ese momento sólo alcanzaban para la gaseosa, sin embargo la idea de querer ser independientes pudo más. Dejaron sus trabajos y se abocaron de lleno a la panadería.

“Los inicios fueron re sacrificados, hacía un año que nos habíamos casado y venía de vivir en el campo. Mi suegro me ayudaba en la panadería porque tenía algo de experiencia. Arrancamos con el horno a leña, era trabajar casi todo el día, con poco descanso. Pero luego fuimos creciendo y pudimos comprarla”, aseguró la mujer. Tras ello modernizaron el negocio con hornos eléctricos, para que el trabajo sea menos duro y más eficaz.

La única panadería de barrio Jardín, la que rompió el gualicho y se ganó su lugar

Su marido lo resume en dos cuestiones: mucho esfuerzo y ganas de progresar. “Fuimos haciendo cursos, renovando la mercadería, pero no nos quedamos con lo que teníamos. Porque si el cliente probó queremos que vuelva a elegirnos”, afirmó.

Dentro de las capacitaciones, reconoce la pareja, hay también “mucho Google y YouTube”, además de las recetas que continuamente reciben de parte de los proveedores.

Al ser la única del barrio, Natalia explica que sus vecinos “responden de diez” y que tienen una “clientela bárbara” que además llega desde otros sectores de la ciudad y también de Frontera.

Consultados sobre si la venta se vio afectada por la pandemia del coronavirus, Natalia respondió que en un primer momento hubo una baja ya que debían trabajar menos horas, pero con el correr de los días se fue normalizando: “Desde hace un tiempo se está consumiendo y mucho”, dijo.

¿Cuál es el recomendado?, preguntó El Periódico antes de irse: “Todos, pero torta milhojas como la de acá no hay”, aseguraron.

La única panadería de barrio Jardín, la que rompió el gualicho y se ganó su lugar