Operador, pasate a 2.

 El Tatú reconoció al instante  esa voz imperativa por la banda 1: qué callo ese Sifón, pensó.

El Tatú trabajaba en una remisería, en la época en que el negocio explotaba en San Francisco. Funcionaba en un cuartito cuyo único habitante fijo era el moho y que hacía las veces de central. El Tatú amaba la carroña de la noche, por eso su turno era el de 22 a 6.

La flota de la empresa (veinte autos, en su mayoría Duna, Senda, y 504), se manejaba con dos bases de radio. La banda 1 era la que se usaba de forma corriente para el trabajo, y que podía escuchar cualquier pasajero que tomara un viaje. Por eso las gastadas entre empleados, el maltrato y las intimidades corrían por la banda 2, que supuestamente debía utilizarse en caso de emergencia. El Tatú pasó a la segunda frecuencia, donde lo más serio que ocurría, cada tanto, era alguna denuncia por truchadas con el sensor del asiento  o robos de pasajes entre colegas por diferencias de media cuadra. Las menudencias llenaban el aire.

Feliz Navidad, pichuchín… que no te falte nada, ¿eh?,-  a las 22.30 el saludo del Sifón era de un optimismo sospechoso, tirando a químico. Con esa euforia desde el auto subía el volumen para compartir con la central el tema que en ese momento escuchaba: Noche de Paz, de Sumo, al que las frituras propias de la transmisión hacían aún más punk. El Tatú lo dejó sonar. Era uno de esos momentos en los que hubiera preferido estar al volante y no al teléfono. Sintió una ridícula envidia de la situación del Sifón, y de algún modo quiso robarle un poquito de esa falsa libertad.

Te espero en el kóinor para brindar- dijo antes de volver a la banda 1. Así habían bautizado al cuartito, por sus dimensiones mínimas y jabonoso pasado.

Miró el cuaderno de turnos, donde los operadores solían dejarse notas. Había un pedido que era de mucha precisión pero venía fogoneado con la promesa de un dinero extra: consistía en que un auto fuera hasta El Aplauso, retirara de allí su famoso Pan del Cielo y un champagne artesanal, y lo llevara a una estación de servicio para dejarlo en manos de la empleada que a esa hora estaba en el minishop. La misión tenía que concretarse puntualmente a las doce. El Tatú supo que eso era para renegar: ¿quién iba a querer moverse exactamente a esa hora?

Ni en pedo, ¿qué te creés, que soy el Niño Dios?- le espetó Mandíbula como toda respuesta, así, sin filtro, por la 1, nomás.  Mandíbula se venía recuperando de una larga depresión. Su vuelta a la vida se traducía en la manía de ofrecer piña ante cualquier pormenor.  Por las dudas, el Tatú resolvió suspender ahí el diálogo.

El único que podía llegar a trabajar en ese horario era el Déimian, supuso, pero la actividad del Damián en esas noches especiales no admitía  la desconcentración por pedidos extravagantes: él relevaba los domicilios que quedaban vacíos, para gente de confianza.

Así que el Tatú decidió hacer de cuenta que nunca había visto el recado. Después de todo, él también tenía derecho a una fiesta en paz. Abrió una lata de cerveza importada de las que el dueño de la empresa reservaba para demorar a los cobradores. Total, podía reponerla. En el quiosco del César valían apenas dos pesos, el monto equivalente a veinte cuadras de viaje en remís.